lunes, julio 07, 2008

Bolsos

Estas líneas dan cuenta de algunos de los niños que fui. Aunque me ha sabido triste reencontrarme con ellos, fui ellos en la infancia. Ese mundo donde pueden caber todos los mundos. Un lugar y un tiempo en los que creía que la vida podía empezar todos los días.
Como ahora.



Hace mucho que esa tarde me da vueltas. Estoy bajando del tren, después de veinte horas de viaje. La estación es un bullicio infernal, un enredo de bolsos y de chicos, de encuentros y desencuentros, llantos y risas, caras y voces que parecen ir y venir de ninguna parte.
Busco a mi padre. Sé que está esperándonos. Mis hermanos indagan, las miradas temerosas, quién sabe qué misterios del espanto, colgados de la nada que los tiene o del brazo de mi madre. ¿Cómo hace esa mujer, irascible, violenta, para lidiar con los bolsos de su historia, tres hijos y un resentimiento hondo y viejo que le come las vísceras, a pesar de sus 34 años?
No lo sé. Como siempre, o como casi siempre entonces, vivo en un mundo inventado.

Cierro los ojos y estoy jugando a la pelota. Jóse me da un pase que devuelvo sorteando piernas y arrebatos para dejarlo solo ante el arquero. Siento que su gol es nuestro y nos abrazamos fuerte y para siempre. Se sopla el flequillo y me sonríe con los ojos. Jugamos sabiendo que ése es el único lugar donde nos parecemos a los que queremos ser.

Veo a mi padre. Tiene en la mano un portafolio que le sobra, sin remedio. Su apariencia siempre es una angustia. Y me lleva a otros dolores. Es la navidad. Teníamos, como todos los niños, supongo, una vaga ilusión. Pero esa noche, como otras, todo va a desvanecerse demasiado rápido. Ha estallado una tempestad que, no importa su frecuencia, nos deja ateridos de miedos y de culpas, calados los huesos por el frío de la soledad, mientras el calor de diciembre derrite otra confianza.

Voy al fondo y en el patio pequeño donde cuelga una toalla y la noche se hace sitio como puede, mi padre está mirando el cielo, los puños crispados, y por su rostro hacen surcos unas lágrimas pesadas que todavía me laceran el alma. Intento decirle algo pero ni me escucha ni me escucho, porque empiezan a estallar los ruidos de la medianoche. Otra gente choca sus copas celebrando los muchos nacimientos. Jesús, una idea de dios, una confianza zurcida con paciencia. A nosotros, ¿por qué nos cuesta tanto sostener nuestra ilusión de fantasía, que dura, pena apenas, la tormenta que la mata?

Cuando abrazo a mi padre, en la estación, tengo ganas de que sea el fondo de aquella casa, la navidad de aquellos llantos, deseo que se me ocurra algo que sea fuerte y noble como una esperanza y que lo sienta, por favor, que vos lo sientas mientras te aprieto fuerte contra mi dolor, contra mi infancia.

Somos tres niños desolados. Yo empiezo a hacerme un mundo propio, robado de quién sabe qué reminiscencias. Vivo en una casa sin libros y eso me empuja a inventarme historias y piedades que me digan que la vida puede ir más allá.

¿Quién soy aquella tarde? ¿Qué quiero? Siento que ese tipo que nos espera está a la intemperie. No sabe dónde va y tampoco se reconoce demasiado en esa geografía. El rostro de mi madre empieza a convertirse en la medida del espanto. O eso es para mí. Me hago de un bolso pesado y empiezo a caminar. ¿Hacia dónde?

Jóse me espera donde siempre. Seguro estará haciendo jueguito con una pelota hecha de medias, mientras se sopla el flequillo y la tristeza. Es la siesta y estoy sentado en los caños del tanque de agua. ¿Qué pienso durante tantas horas? El fondo de esa casa es un mundo callado y misterioso. Siento que huyo con la pelota bajo el brazo y que detrás viene mi madre con el cuchillo de cocina, me corre, yo tropiezo, la pelota se suelta de mí y ella atraviesa mi corazón con el cuchillo. Jóse debe estar en el cantero y yo siento que la infancia se desagua por esta herida. ¿Nunca más gol, Jóse?, ¿nunca más?

Mi padre se apresura a levantarme, me dice que ya está, que nada ha sido. La estación empieza a desdibujarse repitiendo como un eco interminable su saga de encuentros y desencuentros. Mi hermano pide pis, pero le mandan que cuide de sus cosas y le gritan algo que no escucho. ¿Y vos? La más niña, la más sola. ¿Dónde eras, callada y misteriosa? ¿Qué pensabas? ¿Quiénes éramos para vos? ¿Rostros? ¿Huecos de sol? ¿Grises de nada? Este recuerdo es un desgarro, sombra de tu ausencia. Ecos de una culpa.

Toda nuestra vida cabe en esos bolsos. Mi padre pone sus brazos en jarra. Levanta la cabeza; una gota de transpiración se apura por su frente. Cierra los ojos.

Muchas veces, como ahora, siento que todavía estoy esperando que los abra.

Zeta

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